Los hippies
se caracterizaban por vivir tranquilos y no trabajar, disfrutando de la vida.
Los hippies
eran vagos.
Algún día la humanidad
asumirá que todo aquello que se ha escrito, discutido, cantado y hasta
parodiado acerca del hippismo responde a una sola razón: la envidia. Y no
hablo, precisamente, de una envidia sana, sino de aquella mezclada con odio y
frustración, como la que uno le arroja a su mascota cuando hay que salir para
el trabajo a las 7am y vemos que ella vuelve a enroscarse sobre su manta y
retoma el sueño que nuestro despertador osó interrumpir.
Porque los hippies eran vagos, señores, como
bien lo observa el autor de la frase arriba citada, y hacían suyo el lema que,
cuarenta años después, entonarían fervientemente Los Auténticos Decadentes (*),
mientras nosotros nos sumábamos al coro y le arrojábamos papel picado a un
trencito de gente no demasiado sobria.
El resto, como bien dijo
el príncipe Hamlet antes de morir, es silencio. O, al menos, una envidia
callada que intentaremos prevenir anudando una cinta roja en nuestra muñeca,
mientras volvemos a tararear el mencionado estribillo y entramos al aula con
cara de buenos días, señores, saquen una
hoja.
(*) “Porque yo no quiero
trabajar, no quiero ir a estudiar, no me quiero casar; quiero tocar la guitarra
todo el día y que la gente se enamore de mi voz”.