La sociedad
estaba en modo hardcore.
En contadas ocasiones,
los textos que llegan a nuestras manos -bajo la forma de rutinarios exámenes-
esconden certezas fulminantes que los hacen merecedores de aplausos y otros
vítores. Este caso en particular es, a mi parecer, uno de ellos.
El modo hardcore, aplicado aquí a la situación social -especialmente a
la de la juventud- de la década del sesenta, nos sugiere tal vez una escena un
poco más compleja e inquietante que aquella más publicitada, colorida y feliz,
que encarnaba el espíritu del hippismo y el flower
power. En algún lado, una burbuja de insatisfacción y creciente incomodidad
latía y se preparaba para explotar y demostrar que, de algún modo, no todo era
risas y sueños húmedos. El mayo francés, por un lado, y un puñado de tragedias
-el 68 en México y en Praga, el clan Manson o el recital de Altamont-,
demostraron que el modo hardcore
estaba ajustando su programación para explotar, definitivamente, en la década
siguiente. El sueño, frágil como todo sueño cuando se aproxima el momento del
despertar, ensayaba su despedida. The
dream is over, cantó John un par de años después, remarcando lo obvio, por
si alguno no se había dado cuenta.