El rock es
rápido, alegre (no da ganas de suicidarse).
El blues es
individual, triste (más depresivo que Lana del Rey).
Adiós, psicólogos y
psiquiatras; adiós. Adiós, depresión; adiós, angustias. He aquí la más sencilla
solución para todos nuestros problemas. Porque el rock, señores, ha ganado la
partida definitiva, dejando atrás toda crisis y todo conflicto. El blues, ahora
recluido en su gueto de nostalgia y pena azulada, pedirá otro trago mientras
suspira, acodado en la barra de un bar de mala muerte, y apenas amagará a
seguir el tempo con un pie cuando
alguien ponga una moneda en la rocola –véase también rockola o jukebox-, y
comience a sonar un viejo y feliz rockabilly.
Una débil sonrisa se dibujará en sus labios, sólo para ser ahogada, una vez
más, con el siguiente sorbo de un whisky que quema y alimenta el fuego que lo
consume. Las luces del bar se debilitan un poco más, como cada noche. Afuera,
el rock continúa con su fiesta.