En esa época el rock tenía lugar en la cima de los rankings
Otra de las grandes
verdades que intenta imponernos el capitalismo (*) es la del vacío existencial
que se extiende por fuera del selecto grupo de los triunfadores. Así, para
poder ser hay que tener éxito, y sólo
de este modo alejaremos de nosotros ese manto de invisibilidad que cubre al
ignoto, al mediocre que apenas arañó el segundo puesto y que ya orienta sus
pasos hacia el sendero del olvido.
El rock, como bien señala
el epígrafe que aquí nos convoca, supo hacer equilibrio sobre la delgada
cornisa del hit-parade, acumulando
éxitos (**) como otro acumula caramelos, mientras peleaba día a día para no
caer fuera del top 10, cual King Kong
encaramado en el Empire State, pero sin aviones disparando ni rubias
platinadas. De esta forma se desarrolló todo un método de supervivencia en
donde el más apto era el que sabía cómo y con qué armas pelear, aunque el
mercado –el famoso “sistema”, como ya usted sabe- pronto aprendió la lección y
rápidamente generó productos manufacturados en serie, prolijos y relucientes,
que terminaron tomando por asalto las torres del castillo de Billboard y de
otras publicaciones similares. Luego revivieron los crooners y se pudrió todo. Pero esa es otra historia. (***)
(*) Este texto podría ser
una cuasi secuela de la nota “Te amo, te odio, dame más”.
(**) En ocasiones, de
modo non sancto, como nos muestra la
historia de Alan Freed y el escándalo de la payola,
cuando las empresas discográficas comenzaron a sobornar a los disc jockeys a fin de que sus discos
sonaran más seguido en los programas de radio.
(***) Iba a ponerme a
hablar de Justin, pero mejor lo dejamos para otro día.