viernes, 19 de enero de 2024

A la gilada, ni cabida; yo la miro desde arriba

 


En esa época el rock tenía lugar en la cima de los rankings

 

Otra de las grandes verdades que intenta imponernos el capitalismo (*) es la del vacío existencial que se extiende por fuera del selecto grupo de los triunfadores. Así, para poder ser hay que tener éxito, y sólo de este modo alejaremos de nosotros ese manto de invisibilidad que cubre al ignoto, al mediocre que apenas arañó el segundo puesto y que ya orienta sus pasos hacia el sendero del olvido.

El rock, como bien señala el epígrafe que aquí nos convoca, supo hacer equilibrio sobre la delgada cornisa del hit-parade, acumulando éxitos (**) como otro acumula caramelos, mientras peleaba día a día para no caer fuera del top 10, cual King Kong encaramado en el Empire State, pero sin aviones disparando ni rubias platinadas. De esta forma se desarrolló todo un método de supervivencia en donde el más apto era el que sabía cómo y con qué armas pelear, aunque el mercado –el famoso “sistema”, como ya usted sabe- pronto aprendió la lección y rápidamente generó productos manufacturados en serie, prolijos y relucientes, que terminaron tomando por asalto las torres del castillo de Billboard y de otras publicaciones similares. Luego revivieron los crooners y se pudrió todo. Pero esa es otra historia. (***)

 

(*) Este texto podría ser una cuasi secuela de la nota “Te amo, te odio, dame más”.

(**) En ocasiones, de modo non sancto, como nos muestra la historia de Alan Freed y el escándalo de la payola, cuando las empresas discográficas comenzaron a sobornar a los disc jockeys a fin de que sus discos sonaran más seguido en los programas de radio.

(***) Iba a ponerme a hablar de Justin, pero mejor lo dejamos para otro día.